Bueno, aquí habría mucho que discutir. Cierto que las chicas van siempre impecables, suelen ser extremadamente cuidadosas con su apariencia personal, huelen maravillosamente y una simple y casi imperceptible manchita les amarga el día, pero el coche... ¡el coche es otra historia! Mi parienta pertenece al tipo que acabo describir y además en casa es capaz de detectar cualquier objeto, por minúsculo e insignificante que sea, fuera de su lugar. Es alérgica a los pelos en la ducha, al dentífrico destapado, a los cojines del sofá descolocados; en fin, al desorden que yo (mea culpa) genero por todas partes. Sin embargo el coche es otra historia. Cada vez que embarco me pierdo en una montaña de toda clase de variopintos objetos: papeles, carpetas, muestras textiles, complementos, cremas, lápices de labios, perfiladores, paquetes de Marlboro todos empezados, juguetes del perro, peines, cepillos, una docena de paquetes de kleenex, ¡Loctite!, gorros que jamás le he visto puestos, tarjetas de todos los comercios del mundo, dos o tres agendas, varios bolis y rotuladores, ¡una regla!, libros, revistas, dos o tres pares de gafas de sol, sus correspondientes fundas que nunca utiliza; vamos, ¡la leche! Un totum revolutum que se zarandea en cada curva y cae inmisericorde sobre los sufridos ocupantes. No sé cada cuanto lo lava. En una ocasión lo lave yo y me di cuenta de que la suciedad no salía; estaba tan incrustada que lo tuve que llevar a pulir. Me costó una pasta, pero cuando se lo devolví se puso muy contenta. Me dijo que nadie como yo lavando coches y me dio un besazo que me duró seis días. Del pulido no le dije nada; para qué. ¡Estaba tan feliz!